Las ocho y media de la mañana en el párking del barranco. Ni un alma (esperábais encontrar un autobús de veinteañeras ninfómanas o que, ¡pringaos!....). Nos equipamos en el mismo coche y, en apenas cinco minutos, estamos al lío. El barranco empieza, como la mayoría de estos de conglomerado, con rampas sin vegetación y nada parece indicar el bacalao que se forma poco más abajo. Al poco ya encontramos una instalación y un primer rápel volao de unos 20 m.. Un hilo de agua. Las paredes suben, se estrechan y ya no vemos el sol en todo el descenso. Aquello cada vez es más y más estrecho hasta que, en algunos pasos, parece imposible pasar. Si queréis saber lo que siente un crío al atravesar el canal del parto este es el barranco adecuado. Estrecho como el pichín de la barbie, en algunos pasos hay que ponerse de lado y quitarse la mochila. Yo, pese a estar como una sílfide, me he quedao atascao dos o tres veces y me he tenido que oír chorradas respecto a mi volumen corporal. Se mantiene así durante bastante rato. Los rápeles son cortos, espaciados y sin complicación. A mitad del recorrido se abren las paredes y se anda por un cañón envueltos en una vegetación exhuberante. Hay ramondias con hojas del tamaño de las de las acelgas y algunas de ellas ¡Florecidas en diciembre! Lo del cambio climático debe ir en serio o a estas plantas se les han desajustao completamente los biorritmos. Al lado, en un madroño cuajado de frutos, nos ponemos hasta el culo. Yo, que solo había desayunao un café, con la tripa llena de alborzas. Ya verás luego ya...
Así se llega al final. Justo cuando se ven en frente las paredes del Vero un hito a la derecha nos indica el camino a seguir para volver al coche. Camino suave por lomos de piedra (el topónimo del barranco viene del aragonés y se traduciría como "lomos") cubiertas de una espesa vegetación de sabinas y enebros. A nuestra izquierda, en un acantilado, varias cuevas guardan pinturas rupestres protegidas por vallas de hierro. Llegamos al coche. Tres horas justas entre bajar y subir. El autobús sigue sin aparecer.
Comemos allí mismo y, sin quitarnos el neopreto, nos bajamos a las palomeras del Fornocal. Es la quinta vez que me meto en este agujero. Baja un chorrete de agua muy fría, suficiente para que las pozas no estén de color asqueroso y no apetezca un pelo meterte en ellas. El barranco, como siempre, espectacular. Estrecheces magníficas, parece más una cueva que un barranco. En las últimas pozas, evitables mediante oposición, yo me meto hasta el cuello. Salimos al Fornocal y cogemos un camino muy empinado que nos dejará nuevamente, en la carretera. Hay un madroño lleno de frutos. Voy a sacar la cámara del bote para fotografiarlo y ¡Me ha entrao agua en el bote estanco! ¡Me cagüen las juntas de goma y en los que las inventaron! El móvil, el botiquín y la cámara chorreando agua. El móvil, funciona (de momento) la cámara me mira con ojos entornados, los pone en blanco y fallece en mis manos después de exhalar un último suspiro. Aún así, la arropo con delicadeza y la coloco en la bandeja del coche a ver si el sol de diciembre obra algún milagro. Galimba en Colungo (el famoso anís de este pueblo lo dejamos para otra ocasión), visita relámpago al Decartón nuevo de Huesca (Solo hay neoprenos con tetas ¿Será que hay más mujeres barranquistas que hombres?) y llegada a Biescas donde mi santa me recibe, como siempre, con los brazos abiertos al verme entrar en casa con la mochila chorreando agua.
Por cierto, tras toda una noche en estado crítico encima de un radiador la cámara vuelve a funcionar. Mis cuidados médicos y mis plegarias al sumo hacedor han dado su fruto.
Hala pues....
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